viernes, 2 de octubre de 2009

El cuadro perfecto

Todo arrancó como un juego. Una manera de pasar el día.
Aquella siesta de enero –calurosamente insoportable- Miguel y Alfredo decidieron atrincherarse en el zaguán de la casa en la que vivían. Allí, con el torso desnudo y tirados en el piso, burlaron la alta temperatura que azotaba a la provincia –como suele suceder cada verano-.
Miguel y Alfredo eran hermanos, y entre sí, apenas había poco más de un año de diferencia.
Ese año (1981), los nenes se aprestaban a ingresar al jardín y al primer grado, respectivamente.
Los hermanos no se parecían en nada. Miguel, el más pequeño, era el más mimado por la familia. De revoltoso, no tenía casi nada.
El caso contrario era Alfredo. Desde muy pequeño, el nene le hacía la contra a Rosario, su madre –su papá los había abandonado hacía tres años- y tan sólo respetaba las órdenes y los retos de Chingolo, el tío político –esposo de la hermana de su mamá, Ana -. Cada vez que llegaba algún primo o un amigo suyo, Alfredo siempre encontraba motivos para tomarse a golpes con ellos. En su transcurso por el jardín de infantes, Alfredo vivía de plantón por pelearse siempre con sus compañeros.
La vieja casona de Villa 9 de julio, además del zaguán, tenía un patio enorme. El terreno era ideal para jugar a la escondida, a la pilladita o la guerrita (que sólo podía jugarse mientras Chingolo no se encontraba en casa).
El problema de Miguel era que cuando no había visitas de primos o amigos en casa, su hermano descargaba en él su energía belicosa. Más chiquitito de contextura física, Miguel no lograba resistir los embates del endemoniado Alfredo que gustaba de interrumpir las largas contemplaciones al vitral de la puerta del zaguán, que su hermano admiraba cada tarde.
Miguel sentía fascinación por dos colores del vitral: el azul y el rojo.
Aquella siesta, los trabajadores que se encontraban en su casa arreglando la pieza de la tía, decidieron continuar con sus tareas una vez que la temperatura baje un poco. Por eso es que dejaron las herramientas tiradas en el piso del patio.
Refugiados del calor infernal, los pequeños hermanos decidieron tomar una siesta en el zaguán.
Pero Miguel no podía dormir. Desde donde se encontraba, alcanzó a ver los dos colores del vitral que más lo hipnotizaban. Se puso de pie, y a través de la puerta, vio que ni una nube cubría el cielo, era casi azul. El cuadro perfecto, lo coronaría el rojo desparramado en algún punto de donde se encontraba. Por eso es que caminó hasta donde estaban las herramientas de los trabajadores en el patio, tomó un martillo, regresó al zaguán y de tres golpes certeros partió la cabeza de su hermano que dejó una enorme mancha de sangre en el piso. El cuadro perfecto estaba completo. Sus colores preferidos lo adornaban.
Sin tomar conciencia de lo que hizo, Miguel permaneció parado junto al cuerpo ya sin vida de Alfredo, mientras en su mano derecha, aún sostenía el martillo manchado de sangre. Alfredo, nunca vio venir los golpes. Nunca despertó de su siesta.
Rosario, que en ese momento veía el culebrón de mayor rating de la época, se dirigió a la habitación en la que se encontraban sus hijos, extrañada por los ruidos que había escuchado. Al ver la escena, soltó un grito desgarrador, al tiempo que tomó a Miguel de sus antebrazos y le repitió una y otra vez: ¡¿Por qué, Miguel?! ¡¿Por qué?!.
El grito alertó a Ana y a Chingolo que con la dificultad de no tener pulso a raíz de lo que había ocurrido, tardó en discar los seis números para llamar a la ambulancia. Era en vano.
Los años pasaron y Miguel jamás volvió a pronunciar una palabra, ni siquiera a emitir un sonido. Su vida transcurrió entre psiquíatras, hasta que a los 16 años quedó internado en un hospital mental.
A pesar de lo ocurrido, no pasó una semana en la que su madre lo visite. Ella, tomaba de la mano izquierda a su hijo –la misma que cargó el martillo- y le repetía hasta el cansancio: ¿Por qué, Miguel? ¿Por qué?
Miguel, lo único que hacía, era contemplar la ventana de su habitación, la que había pintado de azul y rojo gracias a unos crayones que una enfermera del hospital le facilitó.
Así fue como volvió a crear su cuadro perfecto.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

La foto de papá

"Tomasito, sentate a la par de la señora mientras le pago al señor".
Tomasito había subido junto a su madre a un colectivo de la línea 102. El niño vestía un delantal azul con un bolsillo delante, típica prenda de los niños que concurren al jardín de infantes.
Con la ayuda de un señor que lo tomó del brazo, Tomasito acató la orden de su mamá y se dirigió al tercer asiento de la segunda fila junto al pasillo, al lado de una señora de unos cincuenta años, que al verlo, exclamó: "¡pero qué niño más lindo y aplicadito! ¿Cuántos años tenés?". "Cuatro", apuntó Tomasito con sus deditos.
El comentario de la señora no fue impreciso. El nene estaba bien peinadito, con raya al costado y pelo engominado. Su delantal lucía impecable, algo impensado para un chico de su edad.
Luego de pagar los boletos, la mamá de Tomasito se dirigió hacia donde estaba él, lo alzó y lo sentó en sus rodillas. En ese instante, la señora que antes había mantenido una pequeña charla con el nene, decidió conversar con la mamá de Tomasito: "le estaba comentando al nene que es muy buenmozo y aplicadito. Ya casi ni se ven niños así de prolijitos". "Mi Tomi es así. Se baña dos veces por día y rara vez vuelve desarreglado del jardín", expresó orgullosa la madre de Tomasito.
Hasta ese instante, la señora no había indagado qué cargaba Tomasito entre sus manos. Por su forma, se deducía que era un portaretratos, aunque como lo tenía presionado contra su pecho, no se lograba ver la imagen. Eso, definitivamente despertó la curiosidad de la señora: "¡con qué seguridad carga ese portaretratos! ¿De quién será la foto?". "Es de mi papá", respondió Tomasito y le mostró la imagen a la señora, dejando de ver la foto en la que su padre que vestía un uniforme de la policía. "Sos igualito a tu papá. ¡Hasta en el peinado!", comparó la señora.
"Tomasito quiere mucho a su padre. La foto la carga a todos lados", explicó su madre. "Claro, debe ser un buen papá", dedujo la señora. "Sí, era un buen padre. Lamentablemente falleció hace un tiempo, tal vez lo leyó en los diarios. Cumplía su deber en ese momento...", contó la mamá del nene que en ese instante interrumpió la conversación: "cuando sea grande voy a ser como mi papá. Quiero ser policía".
Al comentario de Tomasito le siguió un profundo silencio -incómodo- de parte de su mamá y la señora que viajaba sentada junto a ellos. Por eso es que luego desviaron la charla con el tradicional coloquio sobre el tiempo y otros temas.
Dos paradas antes que la mía, Tomasito y su madre se bajaron. Los seguí con la mirada y mientras ella buscaba algo en su bolso, Tomasito permanecía parado a su lado con su pinta impecable. Como en la foto de su papá.

martes, 4 de agosto de 2009

Mi perro dinamita

La madrugada que Ciro, el perro de casa, desapareció, el arrancón se había extendido más de lo planificado. El amanecer me había sorprendido con un vaso de cerveza a medio llenar en la mano, y en el breve lapso de tiempo que me quedaba para dormir, no pude pegar un ojo desde la mañana hasta el mediodía.
Aquél domingo 24 de enero de 2009, una sensación extraña me indicaba que no iba a ser un día alegre en el Barrio Ferroviario. El sol, cómplice, había decidido ocultar su cara y la mañana se tornó gris.
Yo me había trasladado por unos meses a Yerba Buena, y cada mediodía regresaba a casa de mis viejos para almorzar. Aquél domingo, al llegar a mi hogar,un silencio atroz me invadió al cruzar la puerta.
Mi casa no es ruidosa, pero siempre hay alguien para alegrarla y revolotearla. Ese es Ciro,el perro más rockanrollero que haya conocido; quilombero y callejero a más no poder. Ciro es un gran anfitrión: llegue quien llegue a Mendoza al 4300, él corre a darle la bienvenida con un varieté de saltos, escandolosos ladridos y revoloteos de cola de un lado a otro. Sin embargo, ese apagado mediodía de domingo, la mano venía cambiada cuando noté que no se presentó a recibirme. "Andará en la calle", pensé y no me preocupé tanto por su ausencia.
Es que Ciro, como todo perro callejero -lo habíamos adoptado en 2003- agarraba las calles, las pateaba a su antojo y volvía cuando se le pegaba la gana -o el hambre-. Ciro no es el perro más bonito. Al contrario, es petiso, medio gordito y deforme; tiene dos manchas marrones en su cuerpo, algunas pequeñitas que se asemejan a pecas, y una que le cruza el ojo derecho. Su cola es blanca; sus patitas bien finitas, como las de chichicuilote de Don Ramón. Todo ese combo, sumado a una mirada tierna y alegre, emana encantos que hechizan a cualquiera.
Menos mal que salió simpático, porque de trucos y habilidades ni hablar. Ciro no da la patita, ni hace el muertito. Como si fuera poco, lleva las de perder en casi todas las peleas: su baja estatura lo pone en desventaja de la mayoría de los canes. Ese es el motivo por el que cada tanto cobra como boxeador mal preparado. Aún así, Ciro es el perro de la cuadra; no hay vecino, -bah sí hay uno que otro amargado, aunque son los menos- que no le haya tomado cariño.
Por eso es que aquella madrugada en la que Ciro no regresó, su ausencia se sintió a lo largo de la cuadra.
Enterados de la noticia, cada uno de los conocidos de la familia emprendió a su manera la búsqueda. Los vecinos salían a caminar por los barrios adyacentes al Ferroviario con el afán de encontrarlo.
Los mensajes de textos y las llamadas eran una constante: "ví a Ciro cerca del centro". "Creo que andaba por la zona del Parque 9 de julio". "Juro que lo acabo de ver en la terminal". Aunque nada. Todas eran falsas alarmas provocadas por las esperanzas de hallarlo. Tanto deseé que aparezca, que a veces llegué a caminar sin sentido por cualquier punto de la ciudad, con tal de ubicarlo.
El tiempo pasó y la sensación de resignación invadió a la familia, que a esa altura, lo único que deseaba era que al menos Ciro haya encontrado un hogar en el que lo traten bien.
Como el cariño y el amor suelen acortar las distancias y sortear las dificultades, Ciro regresó a nuestros brazos. Todavía tengo presente la madrugada de un domingo de abril en la que , al regresar a casa (de nuevo bastante borracho) y al dirigirme al baño, sentí una presencia extraña y familiar. No sabía si era producto de mi estado de embriaguez, pero me había parecido escucharlo a Ciro en el cuarto de mis viejos. Me acerqué para saber de qué se trataba, y vaya sorpresa me llevé al ver que era él. Estaba de nuevo en casa. Su gira callejera se extendió más de la cuenta pero había regresado.
Mi mamá se despertó y me contó que Ciro estaba en un drugstore en avenida Belgrano y América (apenas a 18 cuadras de nuestra casa,)en el que venden bebidas alcohólicas a deshora, y ahí había vivido todo este tiempo. La llamaron a mi hermana Paula para avisarle del paradero de nuestro perro rock and roll, y ella le dió aviso a mi viejo, que salió corriendo a buscarlo. Los chicos que atendían el drugstore le contaron a mi papá que alimentaban y cuidaban de Ciro, porque apenas lo vieron les pareció simpático. Le dijeron que dormía de día porque de noche la música sonaba al palo y el kiosco era un desfile de autos y gente ansiosa de fernet, cerveza y vino en la hora en que está prohibido comprarlo. También le contaron que se hizo amigo de un gatito que también paraba ahí, con quien compartía cucha. Los pibes del negocio se sinceraron con mi viejo y le dijeron que iban a extrañar a Ciro. Pero estaban alegres de que pueda volver con su familia. Pocos meses le bastaron a Ciro para ganarse el cariño de otra gente. Es comprador.
Y todo este vaivén es propio de Ciro, quien ya está está en casa de nuevo.
Sigue siendo el mismo hinchapelotas de siempre. Hace quilombo a las 2,3,4 de la mañana para salir a callejear. Sigue sin aprender trucos interesantes. Como siempre, no da la patita ni hace el muertito, pero así es Ciro. Nuestro perro dinamita.

martes, 14 de julio de 2009

Robertito, el rey de las bolillas

Robertito es un niño bajito, morochito y bastante "jodido", como lo definen algunos de mis vecinos.
La plaza del Barrio Ferroviario, es testigo cada semana de las incansables corridas de Robertito. El, junto a su barra de amigos, juegan al fútbol, al básquet, a la pilladita, al ladrón y al policía; entre los juegos que pude presenciar. Alguna vez intentaron darle a la pelotita de tennis, pero rápidamente se desencantaron de la raqueta.
Robertito y sus amigos parecen ir a contramano del mundo actual. No están encerrados en sus casas enceguecidos frente al televisor, joystick en mano, para pasarse horas y horas jugando a cualquiera de las versiones del winning eleven (con el que yo si me enceguezco).
Y Robertito es el centro de mi atención porque tiene un don: es el capo de la bolilla en el barrio.
Robertito se jacta de tener más de 200 bolillas, de distintas formas y colores, casi todas ganadas en partidos que no le representó el mayor de los resfuerzos.
Los demás chicos, que en alguna ocasión confesaron que cuesta mucho conseguir dónde comprar las bolillas, le tienen respeto. Juegan heridos en su orgullo por tratar de recuperar las preciadas preseas, pero con el temor de saber cuál será el resultado casi cantado.
Cuando Robertito enfrenta a sus oponentes, el círculo de chicos alrededor del campo de juego es enorme. LLegan desde otras cuadras, y hasta de otros barrios, para intentar destronar al rey de las bolillas de barrio Ferroviario. Pero no hay con qué darle. La corona le pertenece a él.
Los aplastantes triunfos de Robertito provocan impotencia en sus oponentes y el público ocasional, que hincha por el rival de turno de Robertito, que además de ser bueno para las bolillas, es canchero. Relaja a cada uno de sus contrincantes. Anuncia casi con exactitud cada tiro suyo: -Mirá gil como te emboco la bolita. Y cumple con el cometido.
Además, impide la concentración de sus rivales: -¿No te das cuenta contra quién estás jugando? Estás en la lona chango...
Los oponentes de Robertito se muerden los labios, no sólo por las bolillas perdidas, sino porque la contextura física de él (de tan sólo 10 años) es mucho mayor que la de sus amigos y ocasionales rivales. Encima eso: inspira miedo.
Así transcurren las triunfantes tardes de Robertito, lejos del cable, la play o el ciber.
El se forjó y se especializó en el mundo de las bolillas y así fue como se proclamó rey del juego.
Llegará el día en el que las bolillas que gana con facilidad, tengan un mayor valor. Ya casi no se consiguen en ningún lugar, y Robertito sin esfuerzo, las posee a casi todas.

sábado, 13 de junio de 2009

Inconsciente campaña alperovichista

Viernes 12 de junio. Parada de colectivos en Mate de Luna al 4400.
Señora- Buen día mijo.
Yo- Buen día señora.
S- ¡Ay! ¡Cómo hay que renegar con estos gobernantes! Yo no lo voto más a (José)Alperovich. ¡Cómo van hacer eso con el Cristo!
Y- ...
S- Hacerlo desaparecer de ese modo...
Y- Señora, el Cristo no desapareció. Lo corrieron unos metros.
S- Es increíble, es increíble. Yo lo voté al gobernador porque fue el único que prometió pavimento para la gente y cumplió.
Y- No es por defenderlo a Alperovich, pero la iniciativa de correr unos metros al Cristo, es del intendente de Yerba Buena.
S- ¡No puedo creerlo todavía! He viajado mucho por provincias argentinas y otros países y la carta de presentación de cada ciudad es un Cristo. No se puede concebir que no haya un Cristo en la ciudad donde uno vive.
Y- Mire, no creo que sea tan así. Recuerde que hay otras religiones.
S- ¿Qué era el gobernador?
Y- ¿Judío...?
S- ¡Eso! Por eso mandó a sacar el Cristo. Yo no lo voto de nuevo
Y- Señora, detengase un cachito y mire bien. El Cristo está ahí, un poco más atrás, pero está.
S- ...
Y- ¿Lo ve?
S- La verdad, qué querés que te diga, con estos anteojos no veo nada.
Y- Bueno, yo sí lo veo. El Cristo está ahí, un poco más atrás porque la que si va a desaparecer es la rotonda...
S- ¿Ve? ¿Ve? ¡Cómo van a hacer desaparecer la rotonda!
Y- Es para agilizar el tránsito...
S- ¿Por qué no abren la San Martín?
Y- Y... eso no lo puedo contestar. No conozco mucho del tema...
S- ¿Pero está seguro que el Cristo está ahí?
Y- Sí señora.
S- Ja ja. Entendí cualquier cosa... ¿Qué colectivo viene?
Y- Es el 118.
S- El mío. Qué bueno que me aclaró esto mijo. Mire esa confusión que tenía, casi no lo voto al gobernador. Con las cosas buenas que hizo...
Y- Y...
S- Hasta luego mijo y gracias
Y- Chau señora.

Llega un momento en la vida de cada persona, que el paso del tiempo te convence que tenés razón en todo, como esta señora que jamás escuchó mis palabras durante el diálogo que mantuvimos a excepción de cuando le recalqué que el Cristo de Yerba Buena seguía en pie y que no era responsabilidad de Alperovich su traslado.
Con este argumento, el ruso se anotó un poroto más en las urnas gracias a mi desinteresada campaña en favor suyo. Qué bolú...

domingo, 5 de abril de 2009

Apoteótico



Apoteosis: 1. Ensalzamiento de una persona con grandes honores o alabanzas.
2. Escena espectacular con que concluyen algunas funciones teatrales, normalmente de géneros ligeros.
3. Manifestación de gran entusiasmo en algún momento de una celebración o acto colectivo.
4. En el mundo clásico, concesión de la dignidad de dioses a los héroes.

Nota al pie: foto del partido Atlético Tucumán-Belgrano de Córdoba, del 30 marzo de 2009 que el local ganó 3 a 1 en el Monumental de 25 de Mayo y Chile.
La imagen del recibimiento del Decano, fue obra del fotoperiodista de La Gaceta, Franco Vera.

martes, 10 de marzo de 2009

Más solo que la noche anterior

Aquél verano no lo soportó más. Cada llamado, cada mensaje de texto eran una tortura para él.
Su relación era necesaria aunque se hizo narcotizante. Dependía mucho de ello.
Atrás había quedado su libertad, su intimidad.
Cada paso que daba le respiraba encima. No podía librarse, no encontraba la manera para hacerlo. En realidad, no tenía las agallas para llevarlo a cabo.
Un día junto un poco de valor y decidió tomarse un tiempo. Un "break" para ver qué onda, cómo sería estar aunque sea un día sin sus agobiantes llamadas y mensajes que tanto habían colmado su paciencia. Ya no era atractivo como al comienzo. El desgaste típico de cada relación.
A las pocas horas de su impas, se sintió aliviado y comenzó a respirar como nunca antes: inhalando y exhalando profundamente. No estaba pendiente de su llamada, de su mensaje. La cabeza por fin pensaba. El cuerpo por fin descansaba.
Pero le duró poco. Comenzó a sentirse solo, vacío. ¿Cómo podía ser? No lo sabía ni encontraba una explicación.
No quería caer en eso de nuevo, le había costado mucho deshacerse de todo como para hacer marcha atrás (nunca hay que volver sobre los pasos).
Pero se dio cuenta que era más fuerte que él, lo necesitaba y mucho.
Caminaba en círculos. Abría una botella, encendía un cigarrillo. Daba vueltas por la ciudad, pero nada. Era imperante caer rendido otra vez. Y lo hizo.
Lamentó su poca falta de apego. Su poca fuerza de voluntad.
Ahí estaba sobre el mueble como lo había dejado, cerrado, sin ninguna huella. Estaba harto de sus llamadas, de sus mensajes; pero comprendió que las necesitaba. Lo prendió y para sorpresa suya, nada: ni una sola llamada perdida, ni un mensaje de texto. "¿Qué mierda les pasa? ¡Apago el celular un sólo día y a nadie le importo!"
Se dio cuenta que sí dependía de el. Y sólo había una solución: estamparlo contra la pared. Ahora sí estaba liberado. "Ya nadie me volverá a joder", reflexionó para sí mismo y respiró nuevamente aliviado. Era sábado por la noche e iba poder dormir tranquilo sin pensar si a alguien le importaba. Era un sábado lluvioso para descansar.
Así, se aseguró que nadie lo moleste por todo lo que quedaba de ese día y del domingo, porque el lunes, iba a correr desesperado a conseguir otro.